Un arroyo y un pasado de moliendas. Jamás dejó de fluir a través de los años y sus aguas reflejan las siluetas que se aproximan a su vera como queriendo detener la inmensidad de su paz. Este es el lugar donde llegaban los carros cargados de bolsas con maíz listos para la molienda, el Molino de Jacquet. Su propietario, Victor Jacquet, saboyano de origen y casado con Josefina Ramat, piamontesa, fueron quienes vivieron en este solar dándole vida y prosperidad a la Colonia San José.
El Arroyo Artalaz, de cauce tranquilo y cuya naciente no está lejos de este lugar, era detenido en su andar por un enorme murallón con grandes compuertas que contenía el agua y la desviaba al sector del molino. El canal, todavía demarcado entre plantas silvestres y árboles floridos, conducía el fluido hasta un sector de embalse de piedra donde con su fuerza movía instrumentos que permitían accionar diversos mecanismos . En su interior, las ruedas de piedra giraban de tal manera que permitían quebrar el grano y transformarlo en harina. Luego, tamizado y colocado en bolsas de arpillera partía en los carros a diferentes rumbos de la Colonia.
En su interior, y casi imperceptible, podemos leer el número 1881 formado por pequeñas piedras. La historia nos relata que la construcción data de esa época aproximadamente y podemos pensar que sus propietarios decidieron dejar plasmado sobre el piso esta fecha de majestuosa importancia.
Las piedras abundan por doquier ya que la zona es lugar de su extracción y la Colonia se nutrió de este material natural para la construcción de sus viviendas , corrales y utilidades múltiples.
¡Cómo bregamos por volver el tiempo atrás e imaginarnos un día en el molino!. La tranquera se abriría para dar paso a los carros colonos tirados por caballos donde el dorado maíz desbordaba cayendo pequeños granos que eran rápidamente devorados por las gallinas de la familia. Un saludo fraternal y una charla apocada entre Don Jacquet y su vecino Micheloud no detenía el trabajo, pues a la tardecita debía volver a su campo con la tarea ya terminada. Podemos también imaginar a Josefina lavando las telas de los tamices para que la harina se purifique y no queden elementos innecesarios. Lavaría en el mismo arroyo diáfano y colgaría para su secado en las ramas de los espinillos o los arbustos que tanto abundaban.
Si nos detenemos un instante en el recorrido todavía podemos observar algunos hierros enclavados en la piedra, utilizados para accionar las compuertas que detenían la corriente. Están ahí desde su creación y continúan en el mismo lugar dando señales de un pasado no tan lejano.
El molino funcionó por más de 20 años hasta que una noche de tormenta y grandes lluvias el arroyo se desbordó, las murallas no fueron lo suficientemente fuerte y la presión del agua hizo que la piedra perdiera su estabilidad quebrándose y avasallando todo a su paso.
Esta es nuestra historia de la Colonia San José, y la vida de una familia que formó parte del crecimiento y las tradiciones traídas de sus montañas europeas. Aquí el picapedrero talló la piedra y la familia construyó los engranajes de madera, para dar vida a un lugar de trabajo sin descanso.
Al momento de partir, con un sol espléndido y radiante, un par de nutrias se escabullen entre el agua y las plantas a modo de saludo o quizás de enfado por interrumpir la tranquilidad lugareña.
Nos vamos con la satisfacción de haber conocido algo más de nuestra historia y pisar los mismos lugares donde antaño los colonos, nuestros abuelos, forjaron con trabajo este suelo.
Fuente: Hugo Martin
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